En el kantiyán el tiempo parece haberse detenido. La pequeña choza, ubicada en el corazón del parque Takilhsukut, alberga lo más sagrado de la milenaria tradición totonaca. Los rayos de luz que se cuelan entre las paredes de hojas secas de palma dibujan hermosas figuras asimétricas en el piso de tierra. Incienso, aroma de frutas y humedad, harta humedad.
Al llegar, como si hubiésemos sido llevados hasta allí por una casualidad predestinada, vimos a don Gerardo Cruz sentado en una de las sillas de la fila del fondo. Dos abuelos cantaban un rosario arrodillados frente al altar y algunas abuelas conversaban en respetuoso silencio. El ambiente, sobra decirlo, era más que solemne, era sagrado; la prueba viviente de que la nación totonaca se mantiene unida a sus tradiciones y a sus ritos.
El primero en acercarse al presidente del Consejo Supremo Totonaca fue Héctor. Vivaz y dicharachero lo saludó y, directamente, le pidió una entrevista. El tata Gerardo se negó muy cordial, como acostumbrado a hacerlo. Envió a mi compañero con otro de los abuelos y permaneció en silencio. Héctor insistió, mientras yo observaba desde una de las sillas cercanas. Don Gerardo, sin perder su expresión paternal, insistió también en que él no era el indicado para hablar con la prensa. Aceptando su derrota, el joven fotógrafo pidió permiso para tomar algunas fotos; el tata aceptó sonriente.
Yo esperé unos segundos y fui a sentarme junto a él. Mi “buenas tardes, tata” fue atendido con una sonrisa filial. Palmó mi hombro y ambos permanecimos en silencio. El abuelo de todos los totonacas estaba vestido con traje tradicional, todo blanco, con botines negros muy limpios. Un paliacate de color azul turquesa con un patrón bordado de hilos rojos, púrpuras, verdes y amarillos rodeaba su cuello. El tata se limpió el sudor con ese mismo pañuelo y yo aproveché la oportunidad.
–Qué calor, ¿verdad?
–Mucho– me dijo y asintió sin dejar de sonreír.
– ¿Y cómo ve la cumbre, don Gerardo? ¿Está mejor que el año pasado?
–Sí, más gente, más niños– su voz era profunda pero queda, esa de aquellos que conocen mucho más de lo que sus labios dicen.
El tata Gerardo es originario de la comunidad de Plan de Hidalgo y ha dedicado toda su vida a la política. No se confundan, el pueblo totonaca entiende todo, absolutamente todo, distinto de nosotros; y eso también incluye el servicio público. En el año de 1980 fue agente municipal y desde entonces no ha dejado de trabajar para su gente. Comenzó pidiendo electricidad y drenaje para el suyo y los pueblos aledaños. Varios de esos drenajes recién se instalaron el año pasado. Después fue muchas cosas, todas relacionadas con el servicio a su sociedad. Hoy es el presidente del Consejo Supremo Totonaca y es la cabeza de una comunidad que incluye a 148 poblaciones de la nación totonaca.
–Siempre me pedían que yo fuera, siempre porque dicen que yo hablo. Que yo resuelvo los problemas. Pero a mí no me gusta hablar. Yo ya no quería y otra vez me volvían a poner.
–Pero es usted buen conversador, tata– Le digo confianzudo, tratando de crear familiaridad.
–A mí me gusta dar consejo, pero el consejo se da aquí, en el kantiyán. Y para eso están todos los abuelos.
Entonces señaló a todas y todos los ocupantes de las sillas. Todos personas mayores, todos serenos, en silencio, contemplativos. El kantiyán es el único lugar del parque donde todo está en calma, donde la parsimonia es absoluta, donde todo lo de afuera deja de existir. El tata continuó.
–Los abuelos están desde que un niño nace, porque son ellos los que lo ven y ya saben qué va a ser ese niño. Si músico, volador o bordador. Los abuelos son quienes guían al niño. Los niños totonacas nacemos en la tierra. Debe nacerse ahí porque eso da fuerza. Y el abuelo está durante toda la vida de la criatura. Mi abuelo se murió de 130 años y hasta ese entonces yo siempre andaba con él para todos lados.
Algunas personas entraron y lo saludaron con reverencia, inclinando su cabeza hacia donde estábamos nosotros. Él, con los dedos en forma de cruz los santiguó y les dijo algo en totonaco.
–Ahora que usted es el presidente del Consejo Supremo es el abuelo de todos– le dije mientras unos niños esperaban, formados, la bendición del tata.
–Sí, pero yo no quería ser presidente. Yo ya estoy cansado y no tengo buena cabeza. Pero el tata Juan me dijo: “tú vas a seguir con el trabajo que estoy haciendo” y pues ahora aquí estoy.
Don Gerardo se refiere Juan Simbrón Méndez, el anterior presidente del Consejo Supremo Totonaca y quien fuera una de las figuras más importantes para esta la nación de la sierra papanteca.
–¿Cómo fue? Cuénteme qué le dijo.
–Yo iba a cumplir 50 años de casado y fui a invitarlo a la fiesta. Por esas fechas él ya estaba enfermo pero todos esperábamos que se recuperara. Cuando platiqué con él me pidió que iba a ser yo quien seguiría con su legado y me encargó que no permitiera que la tradición se perdiera. También me dijo que sí iba a ir a mi fiesta, que era en una semana, pero a los tres días murió.
Ambos callamos, como honrando la memoria de don Juan Simbrón.
– ¿Y cuál es el principal reto?
–Los abuelos estamos aquí para preservar el conocimiento de nuestro pueblo. Nosotros no tenemos libros porque la totonaca no es una lengua que se pueda escribir. Todo lo que nosotros sabemos nos lo enseñaron nuestros abuelos. Por eso ahora nosotros se lo queremos enseñar al mundo.
Una niña de unos 5 años, de piel muy blanca, ojos claros y cabello rubio entró corriendo y su sonrisa iluminó todo el kantiyán. Primero pensé que se trataba de una turista pero la pequeña fue directo al tata, le tomó las manos y lo abrazó entre sonrisas y júbilo. Ambos hablaron en totonaca.
–Esta criatura es de una comunidad de aquí cerca– el abuelo había notado mi curiosidad.
–Se ve muy contenta.
–Es que le conseguimos una beca. Le van a dar doscientos pesos mensuales para que pueda estudiar.
Varias dudas interesantes asaltaron mi cabeza: la evidente ascendencia europea de la niña, su origen totonaco y hasta el monto de su beca. Sin embargo decidí volver al tema inicial.
–Qué es lo que más necesita la gente que se le enseñe?
–A cuidar la cultura y cuidar la madre tierra. La cultura es lo que somos todos, es lo que nos han enseñado, el cómo hablar, cómo alimentarnos, cómo vivir. Cómo cuidar a nuestra madre que es la tierra. ¿Tú tienes un celular?
–Sí– respondí sorprendido por la pregunta.
–Pues el bosque es como un cargador para tu teléfono. Cuando necesitas cargar tu teléfono lo conectas a la luz, ¿no?
–Así es, tata– contesté aún más anonadado.
–Ah, pues el bosque es lo mismo para nosotros– una gran sonrisa se dibujó en su rostro e hizo más marcadas las arrugas que lo surcan. –Cuando estamos enfermos, cuando estamos cansados, cuando necesitamos recargarnos vamos al bosque, porque en el bosque nada nos pasa, todo lo puede curar y ahí encontramos todas las respuestas. El bosque es todo para nosotros, el día que se acabe el bosque se acabó nuestro pueblo.
Su sonrisa desapareció y el tata se quedó mirando hacia el altar. Como lanzando una plegaria, como pidiendo a la Virgen María que lo ayudara a cumplir su encomienda. Suspiró y me miró. Dos ojos cansados, uno más caído que el otro.
–El día que se acabe el bosque se acabó nuestro pueblo. Ayúdennos a conservarlo.
–¿Cómo, tata, cómo puede la gente aportar, cómo preservar todo esto?
–¡Enseñando!– su dedo índice señaló hacia el cielo y con su otra mano tocó mi hombro. Cariñosamente, como un mentor que instruye a su discípulo, el abuelo sentenció categórico. –Si enseñamos a las niñas, si enseñamos a los niños a que sean buenas personas, a que cuiden a su madre que es la tierra, a que honren a su padre que es Dios, esto nunca se va a acabar. Porque nosotros no somos nada sin nuestros padres, es nuestro deber cuidarlos y honrarlos. Por eso hacemos esta cumbre, para enseñarles a todos eso que es vital. Eso que a mí me enseñó mi abuelo.
Otro rezo estaba comenzando y yo me di cuenta que llevábamos más de una hora platicando. Me despedí del abuelo de todos los totonacas y, en el gesto más bello que he vivido en esta Cumbre Tajín, el tata me dio su bendición en totonaco. No supe cómo reaccionar así que solo sonreí y le agradecí mucho. Cuando me alejaba noté que otra compañera reportera le pedía una entrevista. Don Gerardo, amable como siempre, le dijo que él no era el indicado para hablar con la prensa y la envió con otro de los abuelos.
Daviel Reyes