Por Daviel Reyes
Amapola empieza frente al espejo, con lágrimas jóvenes que sugieren una renuncia. Después de una elipsis, ligera, bien manejada, el reflejo es otro; la misma mujer, ahora anciana. Entre el espejo y la pantalla cabe toda una vida, qué bonito que es el cine. La película abre con una pregunta absolutamente contemporánea: ¿cuándo dejamos de soñar? Con esa provocación, Pablo Zea Prom, su director, realiza en quince sólidos minutos un estudio sobre el deseo en tiempos de interfaz. ¿Estamos dispuestos a pagar el precio?


Nos encontramos frente a una negociación muy interesante: pedir que la pantalla nos brinde lo que el espejo niega. Protagonizada de manera sobresaliente por Luz María Ordiales, la historia hace pensar de inmediato en La virgen loca de Hosmé Israel —y conversa con la memoria colectiva del xalapeño—. Aquella novia perpetua que convertía la sala de su casa en capilla privada, se reescribe con la gramática del cine y pasa del altar al smartphone, del velo al avatar. Desde ese cruce, Amapola se vuelve pertinente y moderna, pues nos obliga a ensayar la identidad: la deadeveras y la que guardamos en el bolsillo.
La Amapola que interpreta Ordiales es una mujer de más de noventa años que intenta reconectar con el mundo a través de su celular. La edad, aquí, resulta periférica; lo que está al centro es la vieja aspiración de salir de sí para encontrarse con un otro. Esa llamada de la alteridad que nos descoloca y reclama respuesta. Como cualquiera de nosotros, Amapola gestiona ese encuentro desde el dispositivo que hoy administra presencia y promesa. Cae, como tantos de nosotros, en esa tentación cotidiana de ajustar el yo, de embellecerlo, mintiendo un poco. De pronto se ve inmersa, como todos nosotros, en una cultura que ha convertido la identidad en material de exhibición.
El cortometraje transita con soltura por varios registros. El malentendido que activa el relato es muy certero y, por eso, comedia pura. Pero en el segundo acto alcanza momentos de harto erotismo. La secuencia roja —llamémosle así— es un momento en el que Zea acredita el oficio. Resuelve con soltura plano, luz y tiempo para mostrarnos el frenesí del personaje. Amapola recostada en su cama, vibrante, teléfono en mano, encendido como una fogata. El mundo del otro a una distancia que el color hace cercana. La interfaz funciona y lo notable es su forma. La fotografía de André Andrade administra encuadres, sombras y brillos con mucha precisión. El arte de Joao Trujillo ordena el espacio en pocas capas muy legibles, no hay alegorías subrayadas, acompaña los cambios de estado del personaje y sirve al plano más que a la postal. Y el tercer acto —que es todo de Ordiales— le confiere a la película el toque perfecto de melodrama para alcanzar un muy sabroso grado de complejidad.




Lo que en pantalla luce natural se preparó con método. Fue un proceso íntimo, nutrido por los ensayos en casa de Luz María, el trabajo de dirección actoral de Karina Meneses, y la complicidad de Raquel Martínez para afinar entradas y silencios. Ordiales llevaba años fuera del set, y el hilo para traerla de vuelta se tendió en pandemia. Éber García, productor ejecutivo del cortometraje, tocó la puerta a través de Meneses. La había visto en montajes recientes —me cuenta en entrevista para Eureka Medios— y supo que allí estaba la Amapola que buscaba. Insistió más de una vez, con la cortesía debida, hasta que, meses antes del rodaje, Luz María dijo “sí, me siento bien, vamos a hacerlo”.
¿De qué habla, finalmente, Amapola? Insisto que nada tiene que ver con la edad. Va del pacto que firmamos al aceptar que nuestro primer contacto con los otros será una imagen optimizada. Y de cómo ese suplemento que habilita vínculos, erotismos y pertenencias, también fija condiciones, también tiene un costo. Mientras la relación ocurre a través de la pantalla, la imagen-proxy de Amapola se vuelve insostenible cuando el mundo pide cuerpo, presencia, y el contrato reclama su cláusula más cruel: la de la verificación. Es ahí donde aparece la tragedia.
Si hemos de conferir verdad a Román Gubern, entonces de las paredes con bisontes al brillo del celular hay una misma voluntad: fabricar imágenes para tocar lo ausente. Amapola se inscribe en esa genealogía y por eso no predica el fin de nada. Lo decisivo es que la película no castiga a su protagonista por desear. Le concede humor, le concede pudor y le concede, sobre todo, la posibilidad de decidir cuándo dejar de soñar.






