En su Apocalípticos e integrados de 1964 —libro que, leído hoy, parece hablar de nuestro cine nacional— Umberto Eco distinguía dos posturas frente a la cultura de masas: los apocalípticos, que la desprecian como pérfida degeneración cultural, y los integrados, que la celebran con entusiasmo ingenuo. Medio siglo después, el debate mexicano sobre nuestro cine sigue atrapado en ese péndulo. Entre ambos bandos —que son menos escuelas que hábitos del ojo— hay espacio para explorar un tercer camino: el de medir y cultivar audiencias. Porque no basta al cine nacer con noble linaje ni tampoco exhibirse en plazas ruidosas; también ha de probar su circulación y permanencia en las conversaciones y conciencias del púbico. Y ha de ganar confianza como la gana un oficio; con constancia, con pruebas, con memoria. Eco, que fue más cartógrafo que juez, nos legó el mapa; toca, ahora, trazar las rutas.
La paradoja es conocida y, sin embargo, persiste. México es el cuarto país del mundo en boletaje cinematográfico. Con más de 208 millones de entradas vendidas en 2024, según el Anuario Estadístico de Cine Mexicano, somos un país de salas llenas. No obstante, cuando llega la hora de revisar al cine nacional —la hora de los Arieles—, no pocos asientos quedan vacíos y las mejores obras parecen susurradas. El contraste tiene nombres propios: las entradas se agotan para Intensamente 2 —con mas de 25 millones de tickets vendidos— o El candidato honesto —que reportó más de un millón 600 mil—, pero Sujo, ganadora del Ariel a mejor película y mejor dirección, solo logró colocar 75,157 boletos. No se trata de falta de talento, la cinta de Fernanda Valadez y Astrid Rondero es extraordinaria; desborda una poética cuya principal virtud radica en contener su violencia, para hacerla latir en la memoria del personaje y las anticipaciones del espectador; la cinematografía destaca por su brillantez y ha sido premiada en San Sebastián, Sundance y Morelia. Aquí la calidad sobra. La cuestión es más simple y más dura: nuestras películas no circulan, no generan confianza, no encuentran a sus públicos.

Importa, antes de continuar, aclarar dos conceptos que a menudo se confunden cuando se tocan estos temas. Hablamos, por un lado, del cine de autor; aquel que privilegia la mirada personal del realizador, el desacato de las fórmulas, la textualidad que reta al espectador activo. Por otro lado, existe el cine de género, que apela a convenciones reconocibles, a un pacto con el público, a repetir esquemas de placer —comedia, suspenso, melodrama— con la promesa de una experiencia conocida y segura. Uno se mueve en el espacio del prestigio crítico; el otro, en el circuito amplio de los espectadores masivos. Ambos modos son legítimos, ambos tienen su valor. Lo que no es legítimo es que permanezcan como compartimentos estancos sin puentes entre sí.
El semiólogo de Bolonia nos ayuda a comprender esta tensión. Los apocalípticos canonizan al autor, los integrados celebran al género; y ambas, la condena y la adhesión, son reflejos fáciles ante la vorágine mediática de nuestros tiempos. Para salir del dogma, propone estudiar la anatomía de los procesos involucrados en el fenómeno: cómo se producen los mensajes, qué códigos les configuran, qué enciclopedia comparte el público, qué papel juega el lector modelo —o, en el caso nuestro, el espectador modelo— en la cooperación interpretativa.
Leído así, la disputa entre autor y género deja de ser un duelo moral y se vuelve cuestión de mediaciones. ¿Qué dispositivos de reconocimiento activan el interés del público?, ¿qué promesas de legibilidad ofrecen?, ¿qué redes —crítica, prensa, escuelas, plataformas, festivales— convierten una película en experiencia compartida y no en rareza de nicho o un ejercicio intelectual complejísimo que, a la vista de los grandes públicos, más vale la pena evitar?
Si queremos escapar del péndulo apocalíptico-integrado, necesitamos pasar del juicio a la medición. Establecer, título por título, ademas de su taquilla, cuánta conversación sostiene, qué reputación construye y cuánta disponibilidad ofrece. A ese esfuerzo lo llamaremos —a falta de un término más mamador— Índice de Circulación y Confianza Cinematográfica (ICCC).
Dicha faena habrá de medir cuatro dimensiones: alcance real —boletos vendidos más pantallas alcanzadas—, conversación sostenida —presencia en medios, páginas especializadas y redes sociales antes, durante y después del estreno—, reputación crítica —premios, reseñas, curadurías— y disponibilidad —acuerdos de distribución, horarios, presencia en salas, cineclubes, plataformas—. Así, una película podría vender poco pero tener un ICCC alto si lograse conversación y confianza; otra podría ser taquillera y aun así tener un ICCC bajo si desapareciese al mes y nadie la recordara. El ICCC desplaza la discusión de calidad vs. éxito comercial hacia un horizonte más útil: ¿qué tan bien circula una película y qué tan confiable se vuelve para el espectador común?
Aquí surge el verdadero talón de Aquiles del cine mexicano: la distribución. No se trata de ocurrencia nuestra. La accesibilidad urbana, la localización de salas y las condiciones de exhibición operan como filtros que inhiben que el cine nacional encuentre a sus audiencias; así lo documentan Ochoa Tinoco, Sandoval y Sosa en su estudio de caso sobre la exhibición situada en la Ciudad de México. Volviendo al Anuario Estadístico de Cine Mexicano 2024, resulta que tenemos más de 7,300 pantallas en 950 complejos comerciales y 805 espacios alternativos registrados en 2024, pero la mayoría de las películas mexicanas apenas sobreviven una semana en horarios marginales. No faltan producciones, pues hubo 112 estrenos nacionales, lo que falta son acuerdos de comercialización dignos, estrategias de descubrimiento y campañas sostenidas. Luego viene la formación de públicos, que es política silenciosa y duradera. Más que enseñar a degustar —nadie instruye el placer— se trata de acercar; programar el cine nacional en las cadenas en horarios asequibles, articular rutas universitarias, fortalecer la crítica que explica sin pontificar, y las plataformas…

Ay de la plataformas, su caso es más complejo y, por eso mismo, decisivo. ¿Cómo alcanzar acuerdos realistas para que el cine mexicano —ese que no siempre se realiza con una ARRI Alexa 35 de 60 mil dólares— encuentre lugar en los catálogos que llegan a los verdaderos grandes púbicos? Hablamos de películas bien hechas, urgentes en sus temas, que están explorando y descubriendo nuevos códigos; y que piden una ventana, aunque no sea de oro macizo. La negociación tendría que ser menos asimétrica, no es solo qué exigen las plataformas, sino qué pueden ofrecer: usar su alcance para abrir salas de conversación, programar ciclos curatoriales, compartir mínimos datos de descubrimiento —¿quién vio la película, en dónde, hasta dónde?—.
Los festivales cumplen un papel esencial; pues programan con criterio, educan al público, generan conversación y, en no pocos casos, comunidad. Estrella Araiza, directora del FICG, asegura que el festival puede ser una forma de “vencer al algoritmo”, pues ofrece al espectador títulos que de otro modo jamás aparecerían en su pantalla de inicio. Y sin embargo, su alcance sigue siendo limitado. Convocan generalmente a cientos, los más a miles, pero ninguno a millones. No hace falta, no es su naturaleza, pero urgen acciones complementarias. Imaginemos una cadena de valor en la que los festivales sean laboratorios de descubrimiento y, a la vez, puentes hacia la circulación digital. Que lo curado en Guadalajara, Morelia o Coatzacoalcos pueda encontrar, tras la ovación de sala, un salto al catálogo con el sello del festival como garantía de calidad. Qué bonito que sería.
Si tomamos en serio la lección del autor de El nombre de la rosa, evitaremos el catastrofismo, la ingenuidad y ganaremos precisión. Qué historias contamos, por qué rutas viajan, quién las recomienda y ¿de qué modo nos pertenecen?
Cerramos sin intentar defender al cine mexicano. La cosa es darle camino. El primer paso es modesto y fértil. Cambiar la pregunta de ¿una película es buena o mala?, y preguntarnos, mejor, ¿a cuántos llegó, quién la conversó, qué le dejó? Si no aprendemos a medir y a cultivar ese gesto, seguiremos discutiendo el cine como los monjes de Eco discutían la risa: con severidad docta, pero a espaldas de los que reían en la plaza.
Xalapa, septiembre de 2025




