El Pensadero.
Por Héctor G. Amador
Los artistas colombianos Byron Sánchez ( B-King) y Jorge Herrera (Regio Clown) son víctimas de la “estúpida política militar y prohibicionista llamada guerra contra las drogas a la que obligan a la humanidad y a América Latina”. Esto escribió el lunes el presidente de Colombia Gustavo Petro en un mensaje en X cuando se enteró que en México los habían encontrado sin vida luego de ser reportados desaparecidos el 16 de septiembre.
Han pasado 10 días desde que ambos fueron vistos por última vez. El caso parece lejos de resolverse y ya supone una confrontación entre los gobiernos mexicano y colombiano que pone sobre la mesa, desde el lado de Petro, la forma como los regímenes latinoamericanos ¿enfrentan? el consumo de drogas. Y hablamos solo de consumo porque él mismo destaca en su mensaje que esta política, además, no lucha contra el narcotráfico. Los adjetivos que Petro le encaja a la política antidrogas de México son un tiro de precisión a uno de los complejos motivos por los que nuestra región ha sido incapaz de frenar el consumo de drogas. El presidente colombiano no cuestiona, critica, y lo hace con la mayor precisión: militar y prohibicionista. Estúpida, claro.
El asesinato de dos artistas colombianos en México es escándalo, así lo demuestra la cantidad de titulares que la prensa mexicana le ha dedicado al caso, pero si conseguimos, por un instante, voltear la vista hacia el fondo del asunto, podría sorprendernos que el caso deja ver una causa profunda de la violencia que hay contra miles de jóvenes mexicanos y latinoamericanos, que quedan entre el fuego cruzado de esas políticas militares y prohibicionistas. Aquellos que enfrentan alguna adicción son vistos, desde el juicio moral, como no merecedores de la atención, la ayuda o la protección del Estado: son criminalizados.
Este estigma, que muchas veces es más pesado que la propia dependencia, se ha institucionalizado históricamente en México. Se combate al adicto y no a las adicciones, eso habla Gustavo Petro. Nuestros gobiernos parten, además, de la utopía de que una sociedad sana es aquella donde no se consumen drogas, y nosotros repetimos el discurso mientras destapamos una cerveza o encendemos un cigarrillo. La idea enraizada de que debemos anular el consumo de drogas, exterminarlo, nos mantiene simulando una lucha que tiene más de doble moral que de científica. He ahí el problema.

A estas alturas ya debíamos haber advertido que la política de prohibir no funciona, bastará con revisar en nuestro entorno cuántos jóvenes usan vapeadores. El hijo de López Obrados quema como si fuera un reto personal contra su padre que, con la mano derecha redactaba la iniciativa para prohibirlos, y con la izquierda quizás se tapaba los ojos para ocultar los vínculos de su círculo cercano con los cárteles mexicanos.
¿Qué pasaría si México intentara poner como punto de partida los datos que la ciencia nos arroja, y centrar la política antidrogas sobre la base de la realidad? Suiza lo hizo en los años 90. En aquellos tiempos enfrentaron una fuerte crisis de salud que, además de un alto consumo de heroína, el uso descuidado de jeringas provocó un alto índice de transmisión de VIH y Hepatitis C, enfermedades que circundan al consumo de sustancias inyectables debido a que las condiciones de violencia e insalubridad en que las usaban, traían consigo consecuencias ajenas a la sustancia en sí. Además los contextos donde se conseguía esa sustancia ilegal eran violentos y, por ello, los homicidios y otros delitos también se dispararon.

El primer antecedente de lo que iba a adoptar el nombre de Políticas de Reducción de Daños por Consumo de Drogas se ubica a finales de los 80 en Países Bajos, pero su aplicación más destacada la hizo Suiza. Estas medidas gubernamentales buscan reducir los efectos circunstanciales que rodean al consumo de drogas, como la violencia y las infecciones que causaban más muertes que la dependencia misma. Toma conocimiento del nivel de adicción, las dosis de consumo habitual y, algo muy importante, se basa en el entendimiento de que la dependencia a sustancias como la heroína es muy difícil de eliminar. Esto, aunado a un fuerte combate contra el estigma social, permitió enfocar sus esfuerzos en la gestión y control de la adicción.
La campaña promovida, entre otros, por el médico André Seidenberg hace 35 años, no fue un paseo por el parque, pero consiguió que toda una generación de personas adictas a la heroína frenara la propagación de infecciones y los homicidios o las muertes por sobredosis, e inició el tratamiento gratuito donde el gobierno dota de dosis seguras y vigiladas de heroína a personas con adicción grave que se encuentran bajo seguimiento médico.

El propio Seidenberg admitió en una entrevista en 2014 que el programa era aún marginal, que todos esos esfuerzos solo habían llegado aproximadamente al cinco por ciento de las personas adictas, pero hoy las cifras de adicción a la heroína en Suiza están controladas. Por ejemplo, reveló que en aquel país los consumidores de esta sustancia tienen, en promedio, 40 años, lo que significa que se ha conseguido romper la cadena generacional de dependencia. Suiza se ubica entre los 10 países más seguros del mundo. Y en el más reciente reporte del índice de Paz Global (2020), se registraron 46 homicidios en todo el 2019. Da vergüenza envidiar algo así.
¿Qué estamos haciendo distinto? El enfoque de la “estúpida política militar y prohibicionista llamada guerra contra las drogas a la que obligan a la humanidad y a América Latina”.
Amnistía Internacional advirtió en un informe presentado en 2023 que las políticas punitivas contra el consumo de drogas no solo han fracasado en su intento de eliminar las adicciones, sino que además generan vulneraciones graves a derechos humanos y acercan, sobre todo a las infancias, a escenarios violentos. ¿Y si nuestras sociedades fueran capaces de escapar del juicio moral y exigir políticas comprometidas con los resultados científicos?





