Daviel Reyes
13 de agosto de 1961. Berlín, en Alemania, amanece con el sonido de palas mordiendo el asfalto y el rumor de soldados que no tienen claro si levantan una frontera o un absurdo. Camiones, rollos de alambre de púas y postes parten calles, tranvías y cocinas. Los berlineses se encuentran, de repente, frente a un tajo de hormigón que atraviesa la vida diaria e interrumpe rutas al trabajo, visitas de domingo y abrazos pendientes. Nacido de la paranoia de la Guerra Fría, el infame seto busca detener la hemorragia de gente hacia el Oeste capitalista y blindar un relato muy soviético: de este lado manda el orden, del otro la confusión. Damas y caballeros, ante ustedes el antifaschistischer Schutzwall.
Con los años, la cara occidental del muro empieza a llenarse de signos. Primero garabatos, después firmas, al rato figuras completas. Thierry Noir convierte la pared en un desfile de cabezas descomunales y Dmitri Vrubel inmortaliza a Brézhnev y Honecker en un beso al borde de la asfixia. Es la represión misma la que les da pincel. La barda, diseñada para incomunicar, para aislar, aprende a hablar con colores baratos y esténciles clandestinos. Los dibujos discuten con las alambradas e impugnan la farsa binaria de capitalismo vs comunismo. Ellos dictan consignas, el arte devuelve grafitis.


Cuando, en 1989, el muro cae, llega la administración de la memoria. Muchas voces impulsan su destrucción inmediata, como símbolo del fin. Pero hay quienes entienden que esa mole también es un documento. Se conservan tramos, llegan restauradores, se colocan placas. Nace la East Side Gallery y, con ella, se preserva la huella de 118 artistas de 21 países que pintan la frontera recién abierta. Berlín decide sanar la cicatriz sin ocultarla y la convierte en galería a cielo abierto. Los alemanes comprenden que preservar el muro es conservar la lección.
Una vez convertido en archivo, el muro deja de pertenecer al lugar donde se levantó y se convierte en herencia común, en advertencia compartida. Su lección, la de una ciudad capaz de reconciliarse con sus heridas en lugar de borrarlas, viaja más lejos que sus fragmentos de concreto; pero no todas las ciudades escuchan. A más de nueve mil kilómetros y treinta y seis años de distancia, Xalapa, en México, hace oídos sordos. Frente a su propio muro, más modesto pero igual de revelador, prefiere cubrir la incomodidad antes que aprender de ella.
Marzo de 2023, equinoccio de primavera en la capital del estado de Veracruz, los muros del Viaducto se vuelven lienzo. Jóvenes artistas, casi todas de la Facultad de Artes de la Universidad Veracruzana, trazan sobre el concreto una genealogía femenina. Nace Históricas, mural concebido para nombrar a las que el relato oficial omitió: Juana, Frida, Rosario, y también las innombradas, que persisten sin archivo ni monumento. Lo hacen de noche, a contraluz de patrullas y neblina, trabajan gratis, por convicción. Lo que allí se pinta es la respuesta del arte a la violencia que lo antecede. Quien quiera entender el espíritu de esa madrugada, córrale a leer la crónica de aquel día, cuando Xalapa todavía parecía creer en sus muros.





3 de agosto de 2025, el mural amanece cubierto de blanco. No hay comunicado previo ni disculpa pública, solo la brocha municipal trabajando a plena luz del día. El argumento es tan viejo como la costumbre: “mantenimiento”, “restauración del espacio”, “orden”. En unas horas se borran los rostros, el árbol, las denuncias. El mural desaparece y con él la posibilidad de que nuestra ciudad dialogue con su propio dolor. Paul Ricoeur lo diría con otras palabras pero al final hablamos de lo mismo: el olvido como forma activa del poder.
En La memoria, la historia, el olvido Ricoeur asegura que toda comunidad organiza su memoria a través del acto de selección, recordar es escoger, y en esa elección siempre se ejerce poder. Lo que las colectivas xalapeñas denuncian —la prisa con que se cubrió la obra, la falta de consulta, el tono aséptico de la respuesta oficial— revela precisamente eso, un esfuerzo por redefinir el pasado para hacerlo soportable. Ricoeur llamaría a esto un olvido activo, esa práctica en la que el Estado decide qué cicatrices pueden verse y cuáles deben ser maquilladas para preservar una ilusión de armonía. El borrado de Históricas, en Xalapa, parece menos un accidente y más un intento para volver a contar la historia en un tono más conveniente.
Ya se traza un nuevo mural. Tras el blanqueo del 3 de agosto, autoridades locales y colectivos, con mediación del Instituto Veracruzano de las Mujeres (IVM), acuerdan que el Viaducto no quedará vacío; se abre una convocatoria para proponer un nuevo mural feminista que dialogue con lo perdido. Las promesas se acompañan de anuncios técnicos: rehabilitación estructural del muro, proyecto arquitectónico en revisión, mantenimiento futuro. Se destina, inclusive, un presupuesto para la pieza. Pero esas medidas son, precisamente, parte del rito del poder; rehusar el silencio sin admitir la culpa. En ese gesto hay una tensión simbólica, ¿se reconstruye una memoria o se regula su contorno? Tras el borrado, y con chequera en mano, el Estado vuelve a tener en sus manos lo que puede verse y lo que no.
Pero la memoria, incluso borrada, encuentra otros muros donde sostenerse. En los días siguientes, las imágenes del Históricas empiezan a circular en la red; fotos, videos y testimonios rescatan fragmentos de color antes del blanqueo. Es más instinto que nostalgia, la gente preserva lo que el poder intenta olvidar, como si supiera que toda ciudad necesita conservar algún rastro de su propia vergüenza. Y es que las ciudades, como las personas, se definen por la forma en que administran sus cicatrices. Berlín comprende que recordar no embellece pero previene, y preserva su herida para no repetirla. Para Xalapa la cosa es distinta, alguien tras un escritorio sigue creyendo que una mano de pintura puede borrar la historia.
Xalapa, octubre de 2025




