Por Daviel Reyes
A los treinta y siete años las noches de ronda son escasas. Uno ya programa sus salidas con semanas de anticipación y, entre dolores de espalda repentinos, emergencias veterinarias y crisis varias de ansiedad, la mayoría de las veces terminas cancelando. Por eso fue singular e impredecible la noche en que el grupo se reunió. Treintones casi cuarentones todos, nostálgicos y entusiastas, con la mejor de las vibras atendimos al espontáneo mensaje de Whats App, a pesar de tratarse de una tarde de sábado. Recorrimos cuantos bares encontramos en el barrio de Xallitic, disfrutando de la extraña familiaridad de la calzada, de esa arquitectura de siglos anteriores tan cercana a nosotros. Barrio mágico, presumido por todos los xalapeños, y con altas pretensiones de ser destino de visitantes y turistas. Esa idea llevó la conversación, que iba y venía al ritmo de la cerveza, a hacer parada en la vocación turística de la ciudad. ¿Por qué si somos la Atenas Veracruzana, Ciudad de las Flores, Camino Real, Capital Estridentista, no figuramos en el mapa turístico del país? ¿Qué tienen Oaxaca, Queretaro o Guadalajara que nosotros no?
La discusión dio un giro cuando otros comensales se sumaron a la mesa y se desvió entre mojitos y recuerdos de tiempos mejores. Encandilados ya, e indulgentes con los recuerdos de una juventud que abandonó la sala antes de darnos cuenta cuenta, acordamos que sería buena idea ir en busca de mezcal. Buena idea nos pareció también caminar unas calles para instalarnos en la Mezcalería Tin Tan, muy cerca del Callejón del Diamante.
Vaya cuento de terror.
Ubicada en la histórica calle de Roa Bárcena, la mezcalería consiste en un diminuto local y varias mesas con sombrilla muy coquetas, dispuestas sobre el espacio público, rematadas por una preciosa fuente que, aún sin funcionar, le brinda a la placita una atmósfera bohemia, bien xalapeña, sólo faltaba la neblina. El lugar estaba casi vacío, salvo por una mesa con tres o cuatro personas; nos instalamos en frente. Un joven lánguido se levantó y vino hacia nosotros, arrastrando los pies. No saludó. Colocó unas servilletas en la mesa y nos arrojó un displicente ¿qué les traigo? Cruzamos algunas miradas extrañadas. Mezcal, dijo uno de nosotros. ¿De cuál? esputó el camarero con arrogancia calculada, como si nuestra presencia fuera un fastidio. Creyendo que vendría alguna sugerencia de su parte todos aguardamos un momento. Siempre me he sentido incómodo con los silencios largos frente a un desconocido así que pedí un espadín. El mesero levantó una ceja y permaneció en sórdido silencio, sin anotar nada, mirando al vacío. Otro espadín, y uno más, todos espadín. ¿De cuál?, repitió el chico en una suerte de quejido. ¿Pues de cuál tienes?, mi tono se endureció un poco. Entonces el muchacho levantó la barbilla y un fulgor altanero le llenó el semblante. Vertió sobre mí una serie de nomenclaturas, taxonomías y denominaciones que ni siquiera alcancé a registrar. Me quedé igual. Respondí con un cáustico encogimiento de hombros; él, con más de su aburrida afonía.
Al fin, luego de poner a prueba nuestra paciencia, el pomposo camarero tomó la orden, cinco mezcales y dos cervezas, y se alejó reptando. Nos mirábamos en silencio, entre risas intranquilas, sin comprender bien qué había pasado. Debe ser nuevo, parecía nervioso, intentó justificar alguien. Es un mocoso pretencioso, dijo otro. No arruinemos la noche con insignificancias, sugirió la voz más sabia. Alguien más esgrimió un par de hipótesis sobre la actitud de nuestro anfitrión y la noche volvió a la normalidad.
Hasta que sirvieron las bebidas.
El muchacho fue sustituido por una camarera de mayor edad. Es importante señalarlo porque, en su caso, la majadería no puede ser atribuida a la inexperiencia. Una vez más, como si fuera política del bar, no se presentó ni dijo buenas noches. Esparció los tragos por la mesa con esa actitud de superioridad que solo se encuentra en quienes tienen urgencia de probar algo. Emprendía la retirada cuando uno de nosotros, llamémosle Comensal Uno, pidió naranja para acompañar su trago. No hay, escupió ella con la indiferencia de los reptiles. Se alejaba cuando otro de nosotros, llamémosle Comensal Dos, que había estado distraído, pidió naranja para él también.
Vaya cuento de terror.
La mujer se volvió hacia Dos con letalidad en los ojos, como si estuviera harta de lidiar con este grupo de analfabetos mazcaleros. Como le dije a él, señaló a Uno, ¡no hay!, gritó. Sí, gritó, su comportamiento revelaba a alguien habituada a enfrentarse a la rudeza de los parroquianos, y su presencia en nuestra mesa era la de quien llega cargada de resentimiento, dispuesta a desquitarse con el primero que se le cruzara. Todos quedamos estupefactos. ¿Tienes algún problema?, preguntó Dos, intentando procesar el arrebato. ¿Tienes tú un problema conmigo?, se defendió ella como de una emboscada. ¿Te das cuenta que le estas gritando a tus clientes?, intervine yo. ¡Él me está gritando a mí!, vociferó ella.
Y para qué contarles más. Al final nos ofreció unas rodajas secas de toronja y el cuento de terror se convirtió en un vodevil. Alguien recordó la conversación de hacía rato: ¿Por qué la ciudad Estridentista no figura en la escena turística del país?
Pues quién sabe. Lo que sí puedo afirmar es que, al menos con respecto a la gente que nos atendió en Mezcalería Tin Tan, parecen aún no entender que esa dinámica mamadora de fácil verborrea y nula profundidad se quedó en la década pasada. Hay mucha gente que no necesita que le inflen el ego con dádivas ni pretensiones. Hay gente que cuando te pide un mezcal solo quiere un mezcal. No hay que ser tan duros con ella, a lo mejor está acostumbrada a lidiar con tragaldabas prepotentes, comensales agresivos que saben poco y exigen mucho, vaya que los hay; ni modo, justos pagan por pecadores.
Decidimos que nuestra insólita noche no podía morir de manera tan vulgar. Pagamos y nos fuimos. En resumen, la Mezcalería Tin Tan es lugar bien bonito, harto instagrameable pero sus camareros no tiene un ápice de educación. La cuenta: 560 pesos, más propina, por cinco personas. Barato. La cerveza que me tomé, una Tiburón Ipa estaba brutalmente deliciosa. El mezcal también; disculpará usted, estimado lector, que no le sepa decir cuál.