Daviel Reyes
La primera película que vi en el cine fue Jurassic Park (1993). Tenía seis años y mi universo se limitaba a la ciudad en la que vivía. Del tiempo no sabía nada, salvo que las horas eran largas y los veranos eternos. El mundo era lo que podía tocarse, lo que estaba al alcance de mis manos pequeñas: los juguetes en la sala, la pelota de futbol, las historietas del Hombre Araña… Y entonces, fui al Cinema Pepe por primera vez.
Todo cambió en esa sala oscura. De repente, lo que había sido pequeño y conocido se desplegó como un mapa interminable. La pantalla gigante era un portal. El rugido del tiranosaurio llenó la sala y también todo lo que yo era. El sonido del altavoz parecía venir de un sitio más profundo; era una vibración que hacía temblar las paredes, las butacas y, de alguna manera, mi cuerpo entero. La jungla parecía tan real que podía olerla, la piel del dinosaurio brillaba como si estuviera viva, y los jeeps —con sus colores brillantes y perfectos y sus ruedas cubiertas de lodo— eran máquinas mágicas, listas para llevarme a un lugar que no había imaginado antes. Jurassic Park era una promesa de lo que podía ser el futuro. Steven Spielberg, como un Julio Verne moderno, soñaba con mundos que aún no existían, pero que parecían estar a la vuelta de la esquina. Clonación genética, laboratorios impecables, sistemas computarizados. Sin embargo, a mí, con seis años, lo que más me deslumbró fueron lentes de visión nocturna. Juguete maravilloso. Con esos lentes, pensé, podría verlo todo, los secretos escondidos en la noche, los rincones ocultos donde dormían los monstruos. ¿Qué podía importarme a mí el ácido desoxirribonucleico, si tenía esos lentes?
La primera vez que vi a una mujer desnuda fue en el cine. La película era Titanic (1997) y yo tenía diez años. Kate Winslet se desnudaba, sin pudor, para ser dibujada por el carboncillo de Leo DiCaprio —en ese entonces no sabía que las manos dibujando en la toma son, en realidad, de James Cameron, pero eso no importa—. Esa era también la primera vez que asistía al cine sin supervisión adulta, con dos primos de mi edad como compañeros de aventura. Había algo en ese simple acto, en comprar el boleto con mis propios ahorros, en decidir qué fila era la correcta y sentarnos en un lugar estratégicamente lejos de cualquier adulto. Era un paso pequeño pero definitivo. La libertad tenía sabor a palomitas con mantequilla. Había, también, algo ligeramente transgresor en esa escena, algo que me hacía sentir incómodo, fuera de lugar y, al mismo tiempo, que estaba exactamente donde quería pasar el resto de mi vida. Si Jurassic Park me había mostrado un mundo más vasto, Titanic me enseñó que el mundo no era solo grande sino también complejo, hermoso y que los gringos ricos que se ahogan en el mar igual que todos.
¿Romántico? Sí. ¿Realista? No. ¿Impresionante para tres pubertos en una sala de cine? Absolutamente. Así es esto de las primeras experiencias. Hoy, el Cine Pepe para los cuates, ya no existe. En su lugar, una cafetería sirve capuchinos tibios y pasteles de esos que saturan la lengua. A veces paso frente a esas puertas y todavía espero ver las marquesinas con letras blancas anunciando grandes aventuras e imagino las filas de butacas donde cabían los sueños más improbables. Ahora no queda nada, salvo recuerdos y memorias
Raciel Martínez da cuenta de esos recuerdos con una precisión que roza lo antropológico en su libro Xalapa sin Variedades, editado por el Ayuntamiento de Xalapa. Se trata de un estudio profundo de la relación entre Veracruz y el séptimo arte. A través de una recopilación de ensayos que abarcan desde reflexiones sociológicas hasta crónicas de los espacios cinematográficos de la región, el libro explora cómo el cine ha moldeado la identidad veracruzana. Martínez aborda temas tan diversos como el papel de Veracruz como proveedor de escenarios naturales de grandes películas, la relevancia de figuras nacidas en el estado —actores, directores, guionistas— y las adaptaciones para la gran pantalla de autores locales como los Sergios Pitol y Galindo.
Además, no elude la crítica al impacto de la modernidad. En su ensayo final, Xalapa sin Variedades, que da título al libro, Martínez convierte una pieza periodística en una crónica de las pérdidas. Realiza una amplia meditación sobre los cambios culturales que supone la desaparición de las salas de cine tradicionales en Xalapa. Sobre lo que esta transformación dice de nosotros como sociedad: la globalización que homogeniza, la modernidad que fragmenta, y la nostalgia que, aunque necesaria, a menudo es insuficiente para preservar lo que amamos.
Partiendo de la sorpresa anecdótica ante la desaparición del cine Variedades en Xalapa, el texto examina cómo estos espacios, otrora centros de comunión social y cultural, han sido desplazados por multicinemas que, a pesar de su modernidad, carecen de la capacidad de construir vínculos comunitarios. En este desplazamiento, Martínez encuentra un síntoma de algo más profundo: la fragmentación de la experiencia colectiva en una sociedad que privilegia el consumo sobre la convivencia.
Raciel enfatiza que los multicinemas, con su arquitectura genérica y catálogo globalizado, representan una experiencia radicalmente distinta. En ellos, el espectador deja de entrar en un espacio cargado de historia, para participar en una experiencia replicable, que podría ocurrir en cualquier parte del mundo. Esto resulta una práctica que, aunque eficiente, es profundamente individualista. El ritual del cine, antes un acto de comunión, se convierte en una transacción para el entretenimiento mercantil. Lo que Martínez observa es, en efecto, la desaparición de un «cuerpo social cinematográfico» que, en su fragmentación, refleja las transformaciones más amplias de nuestra era: la deslocalización, la homogenización y la pérdida de identidad.
El ensayo no se limita a una visión fatalista. Por el contrario, propone una reflexión sobre la resistencia de la memoria cultural frente a la obsolescencia de los espacios que la contenían. Nos invita a considerar que, aunque las salas de cine desaparezcan, las historias que proyectaron sobreviven en quienes las vivimos. Y es que mientras haya quien descubra que una pantalla puede contener el mundo, no estará todo perdido.





